París es una ciudad que conmueve con solo nombrarla. Ella te absorbe, te inspira, y cada quien busca la manera de volverla eterna.
En mi caso, debía encontrar las hebras con las que tejer la historia de ese viaje para devolver con palabras las muchas sensaciones que sentí.
Describir, por ejemplo, el momento en que alcancé a divisar el perfil iluminado de la Torre.
Recrear esa sensación, es difícil, y buscar los epítetos correctos para calificar el efecto estético, lo es aún más. Lo que sí puedo decir que el espectáculo grabado en mi retina aquella noche figura entre lo más conmovedor que me ha pasado.
Era el día en que llegaba a París, con una maleta llena de deseos y un montón de expectativas.
El bus enfiló hacia el Campo de Marte y se aparcó en una zona turística. A solo unos pasos de allí y, sin estar preparada aún para lo que vería, me topé con el emblema de hierro destellando luz.
Me estremecí, porque la vivencia se me presentó de golpe. No sé por qué extraña razón no es algo que el camino me fue mostrando mientras me aproximaba.
Parada frente a ella no podía menos que admirar su impresionante verticalidad y también el hecho de que esté como implantada en medio de una ciudad, regida en altura por estándares normales.
Decía un filósofo francés que la torre Eiffel es amistosa e inútil y eso es lo que la hace mágica. Uno sabe que no fue construida con sentido histórico, ni artístico y, sin embargo, sueñas con conocerla.
Una vez te acercas sientes la satisfacción de que una ilusión puede ser real. Hasta viajas en el tiempo. Vuelves a los días de ensueño, en los que miras por horas el ícono de hierro, juegas a vivir en una buhardilla, y a esperar a tu amado en el lugar más romántico del mundo.
Y es en ese momento, atónita frente a la esfinge de metal, que descubres por qué Cortázar eligió París como escenario de Rayuela.
Fue necesario ir hasta allí y trazar una rayuela por varios de los lugares que constituyeron el universo personal del escritor para darme cuenta de que se trata de la misma ciudad que años atrás me había dejado pasear por sus calles y poner un candado en sus puentes.
París te atrapa para siempre. Da igual si vienes por la Rue de Seine, como empezaba a narrar Cortázar, o si decides apreciarla de noche, iluminada, un espectáculo que todos deberíamos contemplar al menos una vez en la vida.
No por gusto el escritor argentino la eligió para vivir y morir. Caminar en París, decía, es caminar hacia mí. Su París era infinito. Por eso lo elevó hasta mistificarlo.
La torre Eifell destaca como el símbolo de la nación. Es lo primero que te llevan a ver, y, aunque te acerques de día, subas sus tres niveles y tengas la mejor perspectiva de la ciudad desde ella, nada es tan estremecedor como su luz.
Es el emblema de la ciudad y su estructura más alta. Se le considera el monumento turístico más visitado del mundo. Se inauguró oficialmente en 1889, cuando la Exposición Universal de París.
Además de considerarse muestra del avance industrial y tecnológico de la Francia de aquellos años, con ella se celebraría el primer centenario de la Revolución francesa, un acontecimiento que cimbró el alma del mundo.
No estaba destinada a ser permanente. Se removería al acabar la concesión, otorgada por un período de 20 años al ingeniero Gustave Eiffel, a quien se le dieron los beneficios de la misma y quien la hizo económicamente posible.
Según la historia, la mole de hierro salió de un concurso para construir una torre que enalteciera el orgullo de la industria y la nación francesa, a la cual tocaba el turno para lucirse en la Exposición.
Organizada en el país galo y con el precedente de una similar desarrollada en Inglaterra en 1851, este tipo de eventos se convocaban para dar a conocer los avances industriales de los países en busca de nuevas oportunidades de negocios y expansión.
La estructura levantada en la ciudad de las luces en dos años se convirtió en el principal elemento de contemplación echando por tierra la tradición arquitectónica y la idea de que los edificios erigidos debían ser de piedra.
Emplaza en una base cuadrangular con cuatro pilares de enclave, que se unen entre sí en la medida que la estructura se eleva, formando un obelisco que culmina en un gran farol sobre la ciudad.
Está construida con el más robusto de los materiales y recubierta de una gruesa capa de pintura que se renueva cada siete años para protegerla de la corrosión.
La colocación de una antena de radio en su extremo más alto por parte de la Armada francesa un tiempo antes de que se culminara la concesión, la convirtió en un punto estratégico y neurálgico, lo que pospuso indefinidamente su desmontaje.
La audacia de su arquitectura y diseño, impresionó al mundo y lo sigue seduciendo, porque la torre no representaba la gloria de un hombre, ni su reputación, como decía el propio Eiffel al darle vida, era París.
"Solo soy un hombre con una idea más grande que él mismo. Dejenme darle vida. Porque su influencia, su lugar en el mundo, tal vez su alma, representa la confianza restaurada de una nación orgullosa después de la sangre y las lágrimas", alegaba.
Por eso es que personas como yo se quedan presas de aquel parpadeo de luz, visible desde casi todos los puntos de París y que hace de esa visión un acto estremecedor.
Bonita la forma en q trasmites ,a través, de tu mirada y de tus sentimientos la experiencia al visitar el espectácular símbolo q hace única a esta ciudad q impresiona x su imponente belleza e historia .
Gracias mi sisi por compartir tan hermosa ciudad con nosotros la verdad es una ciudad que no tengo el gusto de conocer pero tengo la impresión de ser muy interesante por su cultura y belleza gracias 🙏