En la última etapa del camino hacia Santiago sentí una exaltación diferente. Ese día cruzaría las puertas del antiguo templo para desde el interior de la catedral venerar la imagen del apóstol.
Me alisté temprano y salí andando, sin asomar los primeros claros del día. Llevaba mi pasaporte de peregrina lleno de sellos y esperaba con ilusión el momento de escuchar el sonido de la gaita cuando cruzara la plaza del Obradoiro.
Llevaba la sonrisa de cada peregrino que se adelantaba y el deseo de un buen trayecto. En la madrugada se respiraban distintos aromas y un vientecillo fresco movía los grandes árboles de ese camino milenario.
Extenuada por los varios días caminando me aproximé al destino final de un trayecto que inició seis días atrás y que llevó toda suerte de desafíos para llegar al epicentro espiritual de los peregrinos jacobeos.
Con eso obtendría la Compostela, uno de los reconocimientos más preciados por los peregrinos. Un certificado otorgado a quienes han completado al menos cien kilómetros a pie y han llegado al santuario.
Pero llegar allí, tenía implícito algo más sagrado que obtener un papel. No puedo explicarlo mucho, pero las razones vienen de muy adentro y cada cual sabe las suyas, cuando atraviesa este tipo de experiencias.
Algo se mueve en tu interior cuando llegas al punto más alto del camino y contemplas la vieja cruz de hierro en el Monte de Gozo.
Apoyé mi mano en el bastón y levanté la mirada para observar el cielo. Ese es un momento sublime del trayecto, porque aunque está deteriorada por el clima y el paso de los años, la cruz es venerada y querida por todos los peregrinos.
Cuando ella se deja ver es que han desaparecido las sendas rurales para dar paso al pavimento urbano. La travesía está por concluir y te invade la felicidad. Te acercas al espacio que por siglos se cargó de vibrantes historias.
Entré a Santiago con el corazón agradecido. Como casi todos cuando llegan, me postré ante la tumba del apóstol Santiago y allí agradecí callada la suerte de mis pasos. Visité la cripta, luego de haber meditado ante el altar mayor.
Con el abrazo del apóstol terminan los rituales del camino. Un camino que es búsqueda, encuentro y donde todo es gracia. Cuando me tocó abrazar a Santiago, supe en ese instante que podía seguir andando sin miedo y sin prisa por el viaje de la vida.
Fueron días aprendiendo con humildad en comunión con la naturaleza y los peregrinos.
Andar por esos caminos polvorientos, llenos de gente fatigada e inundados de emociones diversas, te hace venir de vuelta con un montón de historias para contar.
Allí encontré señales que solo eran para mí, solté cargas, dejé piedras, pertenencias y hasta cruces hechas a mano en lugares de descanso para dejar huella y honrar a los seres queridos que ya no se encuentran en este plano.
Dejar piedras en el trayecto es uno de los rituales del Camino y simboliza la intención de liberar errores y dolores del pasado, para llegar a la catedral con el alma ligera y purificada.
Con las cruces rendí tributo al descanso eterno de mi querido Marlon, una especie de hijo que perdí siete años atrás y cuyo recuerdo me acompaña en cada viaje que hago, porque justo entre sus pasiones estaba viajar.
Rumbo a la ciudad española de Compostela dejé algunas pertenencias personales para asegurarme de abrazar una segunda etapa en mi vida con equipaje ligero. A lo largo del camino se encuentran altares improvisados donde las ofrendas se acumulan.
El trayecto está identificado en todo momento por el emblema de la concha, un símbolo, una abstracción de la concha de la vieira que desde la antigüedad identificaba a los que hacían esta ruta medieval, la más importante de Europa.
Junto al bordón y la cruz, la vieira es uno de los distintivos más conocidos y universales. Es parte de la señalización del Camino junto a las flechas de color amarillo.
La mayoría de los peregrinos llevan durante su trayecto una concha colgada al cuello o de la mochila.
La concha de vieira es una especie muy peculiar que habita en la costa atlántica de Galicia. Es un molusco emparentado con las almejas y las ostras, y vinculado al Apóstol y a esa comunidad española donde degustarla es tradición.
Desde el punto de vista religioso tipifica las buenas obras de Jesús y con el paso de los siglos se convirtió en símbolo de generosidad, una virtud que debía acompañar al peregrino el resto de sus días.
Con el auge de las peregrinaciones, la concha pasó a ser un símbolo de la ruta jacobea, porque era común que los caminantes la utilizaran para beber en los manantiales y ríos en su camino de regreso.
Quienes la portaban habían alcanzado la meta compostelana y deseaban identificarse con ese estilo de vida, de servicio y amor al prójimo. Muchos la cosían a sus ropajes una vez llegados a Santiago.
Por supuesto que también yo colgué la mía como símbolo de aquel sendero que te lleva a recorrer un camino interior. Junto con el pergamino acreditativo recibí una de ellas antes de irme de la capital gallega.
Ese diminuto objeto me haría recordar aquella experiencia tan espiritual y significativa, que te lleva a descubrirte, a encontrarte y a rendir tributo por las bendiciones otorgadas durante el trayecto.
Es el ícono que mejor refleja el espíritu de los que estaban allí. Portarlo me acredita como peregrina, de acuerdo con el Códice Calixtino, y eso eran palabras mayores para mí.
Leo con mucha satisfacción cada una de tus publicaciones porque al finalizar, habré conocido una nueva historia, enmarcada en épocas, hechos y curiosidades q siempre aportan valores personales y mucho conocimiento de cultura general.