En Santo Domingo reina la alegría, que proviene del merengue y la bachata. Su calidez tiene letras mayúsculas y su hablar, tan característico, acentúa el alma y la sabiduría del nativo en expresiones que lo identifican desde las primeras frases.
Se trata de un pueblo que vibra al compás de su música y que siente gran afición por el baile. Al igual que el lugar de donde vengo, el dominicano baila en la calle de día y de noche y posee ese gesto amable, abierto y solidario que no encuentras en muchos destinos.
Con un andar cadencioso y una jerga que contagia, hace alarde de su gastronomía. No hay quien se marche del país sin probar su cerdo, sus habichuelas, el mangú (una especie de puré de plátanos) y su sancocho, un estofado que combina carnes, hortalizas y viandas.
Pero también palpita por contar su historia, la cual resume más de 500 años de fusiones e influencias y una herencia cultural que correspondió a todo el continente.
Esta isla, que produce un excelente ron y vive hoy del turismo, fue fundada primero por Bartolomé Colón en 1498 en la margen oriental del río Ozama y luego trasladada por Nicolás de Ovando en 1502 a la margen occidental del mismo río.
Con sus poco más de tres millones de habitantes, Santo Domingo es de las ciudades amuralladas del Caribe, lo cual delata la impronta del sistema defensivo de la corona española en sus territorios de ultramar.
Sus muros y fuertes, como la Torre del Homenaje, hablan de un bastión regido por las costumbres hispánicas. También el trazado octagonal de sus calles y la plaza central, levantada a la usanza de la construcción colonial del Nuevo Mundo.
Calles adoquinadas y fachadas con varios siglos de antigüedad se muestran hoy convertidas en bares, pequeños hoteles y conocidos restaurantes, los cuales se pueden recorrer fácilmente a pie.
Dentro de su casco histórico, sobresale un pintoresco tramo peatonal de ocho cuadras, conocido como El Conde, donde está el ambiente bohemio de la capital dominicana y también la gracia arquitectónica de la ciudad colonial.
Impresionan las edificaciones del siglo XVI, casas e iglesias de piedra que evocan los años finales del Medioevo y del virreinato.
El alcázar de Diego Colón, el Museo de las Casas reales y los palacetes que pertenecieron a Nicolás de Ovando y Hernán Cortés, son bien característicos dentro del perímetro histórico de la ciudad.
Una antigua calle llamada Las Damas, desde donde los españoles planificaron la conquista de las Américas y otra de nombre Isabel La católica, como para recordarnos quienes fueron los autores de ese hecho.
Santo Domingo es Patrimonio de la Humanidad por su relevante papel como cuna de la civilización europea en América.
En ella se gestó el primer movimiento intelectual en 1538 en lo que fuera la Universidad Santo Tomás de Aquino, la primera con ese rango fundada en América gracias a la labor benefactora de los misioneros de la Orden de Santo Domingo.
Los dominicos fueron frailes predicadores que evangelizaron pacíficamente a los indígenas, porque consideraban que no era cristiana la actitud de los colonizadores. Tomás de Aquino fue uno de ellos, además de uno de los mayores filósofos y teólogos de todos los tiempos.
Hoy Santo Domingo está considerada la isla amada del Gran Almirante, según recuerda su diario de viaje. Un vetusto mausoleo, construido en forma de cruz latina para honrar su memoria, podría contener sus restos, aunque hay quien sostiene que ni siquiera están allí.
El faro gigantesco, erigido dentro de la conmemoración del V Centenario del Descubrimiento, recuerda el nombre de Colón y la cruz que proyecta en el cielo nos avisa que desde ese punto geográfico inició la evangelización de América.
Bahamas, Cuba, Puerto Rico, Jamaica, Venezuela, Honduras, tienen su espacio allí porque ellas fueron junto a Santo Domingo rutas avistadas por el navegante en sus travesías.
Desde este pequeño lugar partió nuestra historia –la de América-, por eso es un punto obligado de referencia para poder entenderla.
Los farallones que miran hoy hacia el río Ozama fueron el lugar ideal para levantar los fuertes que protegieron la isla en el siglo XVI.
Esos mismos promontorios rocosos, desgastados y erosionados por la fuerza de las aguas, nos acercan hoy a una ciudad que, al igual que mi Cuba, conserva la huella de ese período en sus muros, en sus fortalezas y hasta en su gente.
Recordar la historia es siempre mantenerla viva y si le incorporas datos no tan conocidos, pero interesantes la conviertes en eternamente inolvidable .