El heredero de mi tiempo.

Abrir un capítulo sobre Lucas es llenar de color cualquier cuartilla. El brillo de sus ojos encendió mi mundo y la sonrisa de su carita terminó iluminando los últimos tramos de mi vida.

Soy una abuela distante de esa imagen que tenemos del pasado, de la viejecita con lentes que teje sobre una mecedora o de aquella buenaza mujer rolliza de mi mundo, que olía a dulces y cuyo calor nos protegía siempre.

Tengo menos años que los de ella entonces. Fui bendecida a temprana edad, pero cuando ese pequeño sorteó mi espacio entendí que era una segunda oportunidad que Dios me regalaba para sentirme especial.

Desde ese momento supe que mi rol cambió, que mis ocupaciones serían compartidas con él y que, inevitablemente, conseguiría estar siempre ahí para dar abrazos, brindar consuelo y consentir.

Supe que esa personita se convertiría en el heredero de mi tiempo. Que en la senda espiritual estaría ahí para aprender uno del otro y que su entrada a este plan daría a mi hija la motivación para entenderse y descubrir la puerta hacia la grandiosidad.

Hay una especie de nutrición energética en el camino de nuestras vidas, una resonancia álmica que Jared se encargó de confirmar cuando abrió mis registros akáshicos.

Tiempo atrás pregunté por Lucas en esa lectura, una terapia alternativa que promueve el autoconocimiento de la persona, al revelar los archivos del alma de cada ser. La respuesta no pudo ser más reveladora.

Su curiosidad es tan grande, dijo, que es un alma igual a la tuya y te encargarás de nutrirlo. En el camino del conocimiento se nutrirá de tu savia. El trae esa hambre de saber y de conocer que tienes tú.

Y lo sé porque tan solo permanecer a su lado es suficiente oxígeno para vivir de manera intensa.

Su presencia llena mi hogar de trazos y pinceladas de mil colores. Abarcar su pequeño universo y que este gire de noche y de día, me hace luchar por vivir para continuar a su lado y brindarle mi protección.

Es para mí motivo de orgullo estar ahí para saciar su capacidad de asombro, verlo acercarse a la vida con todas las interrogantes propias de su edad, enseñándome a cada paso, alegrándose cuando me aporta algo, y explicándome el mundo con su inocencia tierna.

Para él todo gira en torno al por qué, pero detrás de eso hay un universo despertándose que yo pretendo llenar, en proporciones más abundantes, incluso, que las prodigadas a ese pedazo de sol que iluminó mi vida tres décadas atrás.

Jamás podría negarme a sus pedidos y por él soy capaz de lograr imposibles. Lucas es mi consentido, mi cómplice y mi compañero favorito de aventuras.

Verlo crecer y poder disfrutar sus etapas ha sido un regalo muy especial, el cual agradezco profundamente un día como hoy. Esta semblanza se la dedico a él, porque nunca será suficiente expresar todo lo que significa en mi vida.

Él es un pasaje para viajar al pasado y recordar los días de mi infancia. Sentir los viejos aromas, los juegos; rememorar la imaginación y la frescura de aquellos momentos recreándome en su inocencia.

Siento mucho placer verlo rodeado de la magia que le provoca el juego. Por eso cuando ese pequeño viene, me abraza y me dice: ¡juega, nana!, dejo cualquier ocupación y me permito soñar con él.

Porque, al ser partícipe de sus sueños, él me muestra cada día lo mucho que tengo que aprender. Escuchar las historias que lo sorprenden despierta en mí nuevas pasiones.

Por ellos, como alguien decía, somos capaces de bajar la luna, arrimar el sol y llenar de dulces cada tarde.

Y en ese intento de consentir caprichos, brindar amor y sentarlos en el regazo para entretenerlos de un golpe o un regaño, nos importa muy poco que nuestros hijos comprendan lo que hacemos y el por qué lo hacemos.

Algún día ellos llegarán a entender y sentir la magnitud de ese amor único, que desata una oleada de nuevos sentimientos.

La expectativa de ser abuela por primera vez genera una emoción que va desde la alegría más grande hasta el nerviosismo más tierno que pueda existir.

Eso nos lleva a ser cómplices de los nietos por excelencia, porque entendemos que la vida nos brinda una segunda oportunidad para disfrutar con mayor intensidad la experiencia de tener pequeños, un motivo para revivir los mejores momentos con los hijos.

Y por eso me siento especial de la mano de Lucas, a quien yo llamo cariñosamente “picolino”. Con él logré redescubrir aspectos de la vida desde otras perspectivas más sanas, más comprensivas y hasta más persuasivas.

Sé que mi rol, como el de muchas, es estar ahí para dar abrazos, cuando la disciplina de sus padres lo abrume. Pero también sé que el tiempo vivido nos permite entender que esas oportunidades no se repiten.

Por eso intento inventar anécdotas para alimentar ese maravilloso mundo que despierta a la vida.

Cuando lo veo, interesado en descubrir lo que le rodea a través de su naturaleza despierta, percibo esa niña que todavía habita en mí, cuyos libros y sueños la llevaron a explorar destinos sorprendentes.

Es por eso que digo y sostengo que esa personita hereda mi tiempo y es de lo más grato y maravilloso que me ha pasado en la vida.