Fui tras los pasos de Colón a Santo Domingo, esa antigua ciudad del Nuevo Mundo que es una escala obligada para entender esta parte del mapa, avistada en 1492 por el marino genovés bajo la bandera de España.
Allí todo recuerda el descubrimiento de América. Desde sus plazas hasta sus calles adoquinadas al más puro estilo castellano nos transportan en el tiempo a los años de la presencia española, cuando sus naves se abrían paso en el mar para abrir la ruta hacia las Indias.
Lleno de historia y calor tropical, su casco histórico –declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO- exhibe esa impronta de aquel primer tiempo de incursión por los mares desde que el navegante salió del puerto de Palos a bordo de la Santa María.
Secundado por otras dos carabelas, Cristóbal Colón organizó cuatro expediciones a los espacios insulares que conforman hoy el Caribe.
Allí están recreadas en líneas del tiempo esas incursiones, porque es lo que define a la capital de República Dominicana. De ella se necesita partir para entender aquel episodio que cambió al mundo seis siglos atrás.
Por esa nación supe que no había un testigo histórico o pintura siquiera en las vitrinas europeas que revele el rostro de quien sostenía que navegando por el Atlántico desde Europa, podía llegar al Lejano Oriente.
La falta de certeza histórica sobre la imagen de Colón me llevó a descartar el recuerdo del navegante hincado de rodillas tras el desembarco, reproducido por la imaginación de los cronistas y asentada en todos nuestros libros escolares.
El rostro del descubridor de América es mera aproximación, pero su apellido está en todas partes de Santo Domingo.
Conocida como la Ciudad Primada de América por ser la más antigua del Nuevo Mundo, también es la primera capital española y la que tuvo antes de que ninguna otra acá una calle, una catedral, una universidad y un hospital.
Aunque no fue el primer asentamiento fundado por los colonos, según el fraile dominico Bartolomé de las Casas, si es reconocido como lo primero que se acercó a la idea de una ciudad colonial.
En los testimonios que llegaron a nuestros días se dice que el marino en su primer viaje tocó tierra en una pequeña isla que bautizó como San Salvador, en el actual archipiélago de las Bahamas.
Acompañado de unos pocos marinos incrédulos, el almirante rodeó luego las costas de Cuba y una tempestad hace encallar la Santa María en la costa norte de La Española, compartida por Dominicana y Haití en la actualidad.
De acuerdo con Crónicas de Indias, los restos de la embarcación ayudaron a levantar el Fuerte de Navidad, dejando 39 colonos en ese pequeño asentamiento para volver a España y regresar unos meses más tarde en una segunda expedición con mil 500 hombres.
A su llegada, el fuerte había sido destruido y es entonces que funda una nueva colonia en la costa norte de lo que es hoy Santo Domingo llamada La Isabela, con características citadinas como edificios de piedra, una iglesia y un hospital.
A su primer viaje siguieron otros tres hasta 1506, cuando muere sin tener noción del alcance y trascendencia que habrían de tener sus travesías.
Descubrir el llamado “nuevo mundo” para los europeos fue una empresa de Colón y esta es esencial para comprender la formación del continente americano.
De tal suerte que la tierra que hoy me permito vivenciar fue avistada por Cristóbal, fundada por su hermano Bartolomé y gobernada luego por su hijo Diego.
También su nombre hace honor al patrono religioso de su padre Domenico Colombo.
Igual que mi amada Cuba era una realidad muy cercana y el sueño de experimentarla, de vivirla, de sentirla, me llenaba de emoción.
Acercarme a ella fue revivir mi propia historia, la cual es fruto de aquellos viajes de conquista y evangelización. Pero también de los primeros asentamientos aborígenes que emigraron en canoas por el arco de las Antillas y del trabajo forzado en las plantaciones cañeras, cuyos dulces aromas cimentaron la economía de la nación.
Santo Domingo comparte con Haití el archipiélago de las Antillas Mayores, del cual ocupa más de dos tercios de la porción insular.
Dos países y dos culturas, separadas por los intereses de España y Francia. Una población que se mezcló produciendo un mestizaje racial y la otra que conservó sus rasgos genuinos.
En su esencia están las huellas de Anacaona, una india rebelde a quien le tocó presenciar el genocidio de su tribu y también la de aquel esclavo mandinga, llamado Mackandal, cuyo amor por la libertad fue tan fuerte que protagonizó el hecho mítico de las rebeliones en Haití.
Ambos levantamientos están en el sustrato de La Española, donde la rebeldía fue una constante histórica.
Las rebeliones indígenas y luego las protagonizadas por quienes llegaron del reino africano de Benín crearon un sentimiento subterráneo de inconformidad, que entró con todos los espíritus del África y que dio a ese pueblo la fuerza para iniciar las rebeliones.
La de Anacaona y Mackandal son las historias de dos almas que no toleraron el sufrimiento. Dos espíritus que se levantaron contra la opresión en momentos diferentes y que llevaron a esta parte del mundo a estar entre las que más se la han jugado por la libertad.
La esencia de ambos levita allí, porque fueron esas rebeliones tenaces que se gestan primero en defensa de lo propio y luego a través del vudú (la religión traída de África), la que les dio el argumento de existir como nación.
Una mirada de la historia que es una secuencia en paralelo a todo el circuito cultural de América.
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