Conectar con lo divino es mi mejor y más fiable estrella polar.

Acercarme a la tierra de Dios es de esos momentos poderosos que fueron hechos para ser experimentados, nunca explicados.

Allí está el origen, las enseñanzas, el conocimiento de la vida de Jesús, el sustrato de los evangelios. Allí fue el anuncio, los milagros y la difusión de ese mensaje de amor que todavía da la vuelta al mundo.

Alinearme con esa energía, que es la fuente de todas y conectar con lo divino, me llevó a la ciudad hebrea.

Justo donde él predicó, donde los amó a todos por igual, donde soñó un mundo sin divisiones, yo encontré el más alto testimonio de diversidad. Esa era una lección para mí. Con pequeñas cosas sentí que me mostraba el camino.

Reflexionar al pie de lugares sagrados, me reforzó una visión más amplia del mundo, una perspectiva que no reconoce fronteras, ni muros, que está por encima de las luchas existenciales de la condición humana.

Fue en ese escenario, marcado por sus pasos, donde me sentí impulsada por una fuerza extraña para afrontar mis desafíos. Era una peregrina cada vez más convencida que nunca del valor de la palabra incluyente.

Todo allí me hacía observar con calma, me abría la mente y el corazón, me devolvía la paz. Ese acercamiento me llevó a sentir un profundo respeto por la fe y la diversidad del Planeta.

Esa especie de conexión con lo divino era mi mejor y más fiable estrella polar. Con ella podía explicarme el por qué a través de la noche más oscura, cuando las aguas se agitaron y casi perdía el rumbo, había una firme mano en mi timón, ayudándome a encontrar el camino de vuelta a lo que es puro.

Y esa guía, que me condujo en la adversidad y me mostró la luz, también ha permitido que mi viaje interno sea mucho más sólido y que yo pueda ver siempre la puesta de un arcoíris detrás de las nubes.

Por esas y otras razones, acercarme a Jerusalén fue gratificante. Allí experimenté su recorrido cristiano, pero también escuché la llamada a la oración de las mezquitas y vi el balanceo de los judíos en el muro de los lamentos.

Una figura vestida de negro, con aspecto noble y reverente, de alto nivel jerárquico, distribuía unos frascos de agua bendita, mientras yo esperaba en la recepción del hotel.

A su alrededor todos escuchaban atentos. Detrás de aquellas miradas, había una fuerza mayor. Estábamos juntos en el mismo propósito. Fue el momento donde me vino a la mente aquello de dejar que cada uno crezca a su manera, que es, en definitiva, el camino de los que desean comulgar con Dios.

Son episodios trascendentales en la vida de cualquier ser humano que, con independencia del viaje que cada uno haga y los aprendizajes que resulten, revelan el verdadero sentido de la vida.

Cuando ves al anciano con muletas que aguardó tres horas para entrar a tocar la piedra en el Santo Sepulcro, o a la mujer llena de lágrimas postrada ante la estrella de Belén. Todos viajaron a Israel buscando estar cerca.

Cuando esa realidad me sacudió, caí en cuenta que, aunque siempre estemos ocupados en comprender el sentido de la existencia, es el propio tiempo el que se encarga de revelarnos sus secretos.

Para mí fue una gran experiencia. Reveladora en grado sumo. Una aventura sentida y especial, que atesoraré por el resto de mis días.

Sentí que mi espíritu era libre, como el fotógrafo que mira a través de la lente, buscando con sus ojos la toma precisa, pero sintiendo el mundo en ese silencio detenido.

Al final, el viajero es un poco de todo. Es explorador, navegante, historiador, cronista y también creador de instantáneas. Sale en busca de nuevos caminos y realidades, poseedoras de imágenes que cuenten.

Decía uno de ellos, un uruguayo llamado Gastón Duarte, que intentaba que sus fotos desnudaran la realidad. Y fue esa realidad sin maquillajes la que yo vi cuando me acerqué al Santo Sepulcro.

No había experimentado algo así. Había mucho de devoción, pero también de sensibilidad y conexión, cuando observas la gran masa humana que espera horas para tocar por espacio de tres segundos la piedra sagrada, donde estuvo colocado su cuerpo moribundo.

Igual de conmovedor fue bajar la Gruta subterránea en la Iglesia de la Natividad, que te lleva a tocar el punto, marcado con una estrella, donde los evangelios de Mateo y Lucas sitúan el nacimiento de Jesús.

Son acontecimientos que se experimentan una vez en la vida y yo estaba abierta a sentir esa realidad.

Me incliné agradecida de poder palpar todo eso, porque son justamente las cosas más sencillas las que te dan la posibilidad de observar con luz en los ojos. Ahí estaba la gracia y la bendición.