Uruguay tiene una huella cultural que está en todas partes y esa expresión viaja en el tiempo para traer al presente el legado de Galeano y Benedetti, los ritmos como la milonga, el candombe, el folclore del carnaval y la esencia plástica que recoge la obra de Carlos Páez Vilaró.
Expresión de las raíces de una nación compuesta mayormente por inmigrantes que vinieron de todas partes del mundo, el arte de Páez Vilaró fusionó esa identidad en una prolífica obra a la que te acercan casi todos los recorridos por el país sudamericano.
A través de su pintura y su arte, de sus óleos y de esa escultura habitable que dejó para todos en Casapueblo, ese plástico se convirtió en un eje cultural que puso a la nación uruguaya en el mapa mundial.
Su pasión por la pintura, como él mismo manifestara, la volcó en el negro y su trabajo, en el negro y su esperanza, en el negro y su carnaval.
También en la mujer y en todo su universo. Desde la obrera, la maestra, la que lava la ropa en el arroyo, hasta la que lleva a su hijo de mochila, mientras transporta el cesto de frutas en la cabeza.
Su esencia está en lo alto de un risco en la localidad de Punta Ballenas, al este del país.
Allí, frente al mar, edificó su mundo: un sugerente edificio blanco diseñado por el propio artista, a quien se le consideró un soñador y un visionario.
Según se recoge en el museo, su idea de tener un taller frente a la costa surge en la década de los años 50, una época en que no había caminos trazados en el sitio, pero el mismo gozaba de una ubicación privilegiada.
Casapueblo, decía, nació siendo vieja porque mucho de lo que hay allí lo traía el propio artista de las barracas, de donde sacaba puertas de demolición, ventanas viejas, y otros materiales de deshecho para darle forma luego con cemento como si fuera una gran escultura hecha de barro.
Cuidando y respetando los niveles y las formas de las rocas de la estructura en pendiente, de unos cinco mil metros cuadrados, edificó su casa y taller con formas más humanas, más orgánicas, sin líneas rectas, ni ángulos, según su propia idea.
Según fuentes locales, la estructura se construyó de arriba hacia abajo con absoluta precisión porque él quería diseñar todo, desde las cenefas, las candilejas, las lámparas hasta los vidrios de colores en las cúpulas, para que la luz natural tamizara y provocara dentro un efecto de acuarela.
Casi 20 años después, la estancia se convirtió en la famosa casa del artista uruguayo que la gente quería venir a conocer. Por eso se dice que él fue el motor para hacer que tanta gente de renombre llegara allí.
Páez Vilaró era un gran observador y creía mucho en su fuerza. Su obra es icónica y es todo un símbolo de la cultura y del turismo en Uruguay. Para él, Casapueblo siempre fue “ese barco blanco, quieto, encallado en los acantilados de Punta Ballenas”.
Hoy es una mezcla de museo, galería de arte y hotel en una misma pieza, con una arquitectura única. Allí hay murales realizados por él en todo el mundo, pero también están sus pinceles, espátulas, tarros de pintura y su camisa de pintar.
El maestro uruguayo pintó hasta el último día de su vida. En febrero de 2014, el país lo despidió con tambores y honores de Estado. Dejó en sus obras un legado valioso para la humanidad, lleno de energía, color y amor por la vida.
Su pintura surge de un periplo incansable donde estuvo con Picasso, Dalí y muchos otros. Además de Casapueblo instaló sus talleres en Tahití, París, Nueva York, San Pablo y Buenos Aires.
Fue un artista prolífico involucrado con la temática afro-uruguaya y que abordó en sus obras temas de la mujer, de los puertos, del grafismo y los símbolos como el sol, esa fuente de energía que él consideraba su amigo más antiguo y por cuyo sendero caminaba.
Definido como un creador en tránsito y respetuoso de las señales, el escultor de Casapueblo ponía oído contra la tierra para sentir su corazón y dejaba que su latido se imprimiera en sus telas, como él siempre manifestaba.
Páez Vilaró hizo su propio camino. Era un muralista por excelencia que, además de la pintura, incursionó en el mundo de la cerámica y fue un gran difusor cultural. Hay testimonios de él en diferentes lugares.
Por mucho tiempo recordaré acercarme a las terrazas de Casapueblo, esa margarita que parece haber brotado entre dos baldosas, como él solía llamar a su proyecto.
Y es que desde allí la vista es especial, porque se deja ver el cerro, la bahía y se contempla la puesta del sol.
Allí está el alma de ese artista popular que adoraba las grandes dimensiones y estaba en diálogo permanente con los pájaros y el sol. Su sol, el de Uruguay. Ese que, según decía, “es algo inolvidable tatuado en mí”.
Hermoso
Me gustó mucho este capítulo, la historia de este lugar es un bonito homenaje de amor hacia la naturaleza que nos dejó este artista .